Por Ramón Maceiras López
Es necesario reflexionar sobre los mecanismos profundos que hacen que alguien cambie su opinión inicial. Los resultados de más de cincuenta años de investigación de la psicología social y la neurociencia y de más de dos mil años de teorización y experimentación -desde los antiguos retóricos, los clásicos occidentales, los maestros orientales y los renovadores de la Escuela de Bruselas (Perelman, Meyer y Dupréel, son sus mayores exponentes)-, no ofrecen respuestas concluyentes a esa pregunta.
Es necesario reflexionar sobre los mecanismos profundos que hacen que alguien cambie su opinión inicial. Los resultados de más de cincuenta años de investigación de la psicología social y la neurociencia y de más de dos mil años de teorización y experimentación -desde los antiguos retóricos, los clásicos occidentales, los maestros orientales y los renovadores de la Escuela de Bruselas (Perelman, Meyer y Dupréel, son sus mayores exponentes)-, no ofrecen respuestas concluyentes a esa pregunta.
El
principal problema estriba en la complejidad de factores que están
en juego cuando se opera un cambio de opinión y se produce la
persuasión. La inexistencia de una teoría unificada de la
persuasión es una consecuencia de esa complejidad de factores que
hay que analizar, jerarquizar, medir, etc. Sin embargo, hay también
un vasto campo de puntos de acuerdo que son una base de partida
sólida para manejarse con cierta eficacia en el proceso de la oratoria de influencia y la comunicación persuasiva.
Se han
podido identificar los principales factores envueltos en la
persuasión y se comprende mejor la complejidad y articulación de la
actitud considerada (la que se quiere cambiar) y el tipo de
reorganización cognitiva producida por la respectiva modificación.
De tal suerte que la comunicación persuasiva se encara hoy desde la
perspectiva de la modificación de las actitudes.
Asumido
el hecho de que la persuasión es la tentativa de modificar el
pensamiento de alguien, es imprescindible definir que aspectos
concretos quiere influenciar la tentativa de persuasión. Se
distinguen aquí tres campos posibles: actitudes,
creencias
y comportamientos.
La
actitud se refiere a un sentimiento general y estructurado, positivo
o negativo, acerca de determinada persona, objeto o cuestión. Cuando
alguien dice que la
eutanasia es horrible está
formulando un sentimiento general y negativo sobre la eutanasia. La
creencia se refiere fundamentalmente a la información que tenemos
sobre otra persona, objeto o cuestión. Usando el ejemplo anterior
una creencia se formularia así:
la eutanasia es ilegal en mi país.
Un comportamiento es una acción en desarrollo y se ilustra con la
expresión fui a una
manifestación en contra de la eutanasia.
La
actitud está ligada a un sentimiento general, mientras la creencia
se limita al dominio de la información (errónea o no). Con todo lo
que ya sabemos sobre el funcionamiento de la mente humana, podemos
extraer de esto una enseñanza práctica: aún
cuando el interlocutor concuerde con nuestros razonamientos, eso no
es suficiente para que se adhiera a la propuesta que le formulamos.
Es necesario también inducir un sentimiento favorable que le permita
remover sin dolor o con el menor dolor posible la actitud previa, ya
que si esa actitud se mantiene no tendrá éxito la persuasión.
Un
orador experimentado sabe que no puede contentarse con la
modificación de una creencia, y debe llegar hasta el final: el
cambio de la actitud.
Las
actitudes sirven de base al comportamiento. A tal punto que si usted
conoce las actitudes que alguien tiene hacia una persona, objeto o
cuestión, puede predecir con bastante fiabilidad el comportamiento
de ese alguien en relación a esa persona, objeto o cuestión. Hay
una estrecha relación entre actitudes, creencias y comportamientos.
Las actitudes se construyen sobre una gran variedad de creencias
(verdaderas o no) y sirven de guía para la interacción social del
individuo.
En el
campo de la persuasión, el conocimiento de las actitudes de los
otros nos permite saber lo que podemos esperar de ellos en relación
a determinados temas muchísimo más eficazmente que cualquier
discurso que nos pudieran decir. Si a usted le dicen que la
comida rápida es una realidad de nuestros tiempos (actitud
neutra), usted no sabrá si es oportuno o no invitar a esa persona a
comer una hamburguesa en el local comercial que las expende en la
esquina. Esa duda se le despejará si le dicen que la
comida rápida es una maldición de los tiempos modernos
(actitud generalizada y negativa).
Hay otra
razón adicional para centrar la atención en las actitudes. Las
actitudes expresan cruciales aspectos de la personalidad de los
individuos. La psicología social ha detectado cuatro tipos de
funciones que las actitudes aseguran a un individuo en sociedad:
1.-
Función ego-defensiva:
actitudes que ayudan a la persona a protegerse de las verdades
desagradables, para sí mismo o para los más allegados.
2.-
Función expresión de
valor: cuando el
mantenimiento de una actitud permite expresar un valor importante.
3.-
Función conocimiento:
actitudes que ayudan a la persona a entender lo que pasa a su
alrededor.
4.-
Función utilitaria:
actitudes que ayudan a ganar recompensas y evitar castigos.
La
actitud de desprecio hacia los homosexuales permite a muchos hombres
reforzar su masculinidad (función ego-defensiva). Los que prefieren
vivir en entornos naturales fuera de las grandes ciudades demuestran
su preferencia por una vida más relajada y más sana aún ganando
menos dinero (función expresión de valor). Sabemos por experiencia
que la actitud de rechazo hacia una persona nos predispone a la
morbosa pesquisa sobre sus actos más reprobables (función
conocimiento). Estar calladito y no llevar la contraria al jefe puede
ser un comportamiento que favorezca un aumento de salario (función
utilitaria).
Esta
clasificación esquemática de las funciones psicológicas aseguradas
por las actitudes hay que verla como una guía sobre la que basar una
estrategia persuasiva. Sabemos que en la realidad los procesos
mentales son más complejos que este mero esquema. Del mismo sólo
nos interesa su valor operacional, ya que nos permite indagar con
cierta certeza sobre las razones por las cuales nuestros argumentos
pueden o no ser aceptados y corregir en el camino una determinada
estrategia persuasiva.
Pensando
en el valor funcional de las actitudes podemos detectar, por ejemplo,
que la reticencia a nuestras opiniones por parte de un interlocutor
al que queremos influenciar sobre las bondades de un libro escrito
por una tercera persona, no se deben a un juicio de valor propiamente
dicho sobre el contenido del libro, sino a la actitud general
negativa que ese interlocutor tiene predeterminada sobre el autor del
texto en cuestión. Aquí operaría la función conocimiento, con lo
cual mantener la estrategia de discutir sobre el valor intrínseco
del libro es perder el tiempo, pues la actitud que permanece oculta
detrás de las palabras dichas por nuestro interlocutor es la raíz
de la dificultad para dejarse persuadir.
El valor
operacional de este conocimiento sobre la función de las actitudes
nos enseña que así como la actitud positiva sobre una persona,
objeto o cuestión predispone favorablemente al conocimiento sobre
los mismos, una actitud negativa llevará, por lo general, a una
predisposición inversa.
Un
orador experimentado sabe que las actitudes negativas colocan
filtros y barreras que dificultan que los otros vean, escuchen o
sientan sobre personas, objetos o cuestiones. El conocimiento del
funcionamiento de la mente humana y la experiencia práctica son los
que desarrollan la intuición que nos dirá en un momento dado del
acto persuasivo –y si es posible antes- qué tecla tocar para
lograr abrir una puerta en esas barreras, que nos permita entrar en
el mundo de los otros.
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