3.1.07

Propósitos de año nuevo




Por Ramón Maceiras López
Una vez superado el ciclo de consumismo exacerbado, almuerzos y cenas de empresas, intoxicaciones de todo tipo y reencuentros familiares a veces sin final feliz, que se suceden interminablemente en diciembre, es posible que nos podamos plantear en serio los propósitos del nuevo año.

Es triste ver cómo la sociedad actual le ha arrebatado al mes de diciembre -en el hemisferio norte- una buena parte del potencial de siembra y transformación que tuvo siglos atrás.
El invierno siempre fue época de siembra. Los sembradores elegían los mejores granos de la cosecha. Por analogía, es época de pensar en nuestros objetivos para el nuevo ciclo, conforme a la experiencia adquirida. Eso era lo que hacían hace siglos nuestros antepasados a partir de la entrada del invierno, con el solsticio del 21 y 22 de diciembre.

El sol se ha alejado del hemisferio y la tierra se prepara para trabajar interiormente. Los frutos de la cosecha anterior ya han sido recogidos. Es el momento de seleccionar los mejores frutos, obtener sus semillas y volver a sembrar. Hay frutos que abortaron, se pudrieron o no se desarrollaron bien. Estos se eliminan y se guardan los mejores.

Por analogía, es un momento para evaluar los objetivos logrados. De todo lo que te has propuesto, seguramente habrá metas que no se han conseguido todavía. Esto es simplemente un resultado, si aprendes de la experiencia. Es decir, si averiguas cuáles son las causas que han impedido hasta ahora su logro. Una vez determinados los obstáculos que lo han impedido, puedes elaborar un plan para superarlos y acercarte, de esta manera, a un éxito final.

Los obstáculos pueden ser de diversa índole. La mayoría seguramente están en ti mismo. No culpes a nadie de lo que te sucede. No culpes a los demás si no has logrado todavía determinadas metas. Tal vez no sea tiempo todavía, quizás tengas que desarrollar otros objetivos antes, tal vez tengas que vencer tus temores, o emplear más energía y voluntad para conseguirlos. A veces las metas son poco realistas y en ese caso deberás replantearlas para avanzar por etapas: una escalera se sube peldaño a peldaño, un elefante se come bocado a bocado.

Por supuesto, en el desaforado clima de consumismo que se vive en el diciembre occidental, apenas queda tiempo para sumergirnos en nosotros mismos, hacer balance de la cosecha del año y preparar la nueva siembra.

Este es el momento de tener fe y esperanza en que todo irá mejor si tenemos la actitud interior correcta, si amamos y si somos solidarios.

Es el momento de contar las bendiciones. Seguramente, ahí están los agravios y los problemas que hemos acumulado durante el año que finalizó. Y quizá son muy importantes. Pero estoy seguro de que hay también bendiciones en abundancia. Sólo se trata de que prestemos atención.

Por alguna extraña razón, en culturas muy distintas y en continentes separados por miles de kilómetros, los días finales de diciembre, aún en calendarios muy distintos al nuestro, han sido siempre un tiempo de festejos, de reflexión y de devoción.

El solsticio de diciembre, el día más corto del año en el hemisferio norte, representaba el inicio del invierno, con todos los rigores que éste tiene en muchos lugares. Desde hace siglos, quizá milenios, era importante reflexionar en estas fechas. Se trataba de una última fiesta antes de entrar a un periodo en el que muchos miembros de la comunidad podían fallecer por los rigores del invierno. Las familias debían permanecer encerradas en cuevas y aldeas durante meses, rodeadas de nieve y desolación. La caza se dificultaba, la recolección se volvía imposible. La supervivencia se fundamentaba en el alimento almacenado en el otoño, el cual muchas veces era insuficiente.

Detrás del reto que significaba el inicio del invierno había también, siempre, una esperanza. Desde la antigüedad se sabía que el solsticio traía consigo el día más corto y la noche más larga del año. Pero ese mismo hecho significaba también que lo peor había quedado atrás. A partir del 22 de diciembre, los días se harían cada vez más largos y las noches más cortas. Los festejos del solsticio, por lo tanto, traían también la esperanza.

Hay indicios sólidos de que los festejos del solsticio de invierno empezaron en la época de las cavernas. Antes del surgimiento de la escritura, ya los pueblos preindoeuropeos celebraban en estas fechas. 

Cinco siglos antes de Cristo, los persas llevaban a cabo el Yalda o Shab-e Cheleh, que marcaba el nacimiento del dios Mitra. Los antiguos chinos, festejaban el Dongzhi, festival en el que, dentro del concepto de equilibrios entre los principios del yin y el yang, marcaban el inicio del alargamiento de los días. Los paganos germanos y nórdicos, tenían el Yule, en que se honraba al dios del trueno, Thor. Los celtas y druidas celebraban también el 21 de diciembre el principio del invierno. 

Los antiguos romanos daban rienda suelta a sus pasiones y desenfrenos en la Saturnalia, que se extendía entre el 17 y el 23 de diciembre. Los judíos también se reunían --y se reúnen-- en el Hanukkah o Chanukkah (se pronuncia Jánuca) para agradecer el triunfo de la luz, la Torá, sobre las fuerzas oscuras de los paganos. Los aztecas festejaban la derrota de Tezcatlipoca, el dios de la oscuridad, a manos del dios del sol, Huitzilopochtli, quien a partir del solsticio, iría imponiendo la fuerza del día sobre el reino de la noche.

Los primeros cristianos no festejaban la Navidad. Para ellos el nacimiento de Jesús no era importante. Los momentos definitorios de la vida del Mesías eran su muerte y su resurrección, pero no su nacimiento. Durante siglos, no se llegó a un acuerdo sobre la posible fecha de nacimiento de Jesús. Con el tiempo se escogió el 25 de diciembre, cerca de la fiesta del solsticio de invierno, como una forma de aprovechar la popular celebración romana de la Saturnalia para los festejos de la nueva religión que empezaba a prevalecer en el Imperio Romano.

Muchas inquietudes o angustias decembrinas provienen de los vestigios en el inconsciente colectivo de ese miedo que agobiaba a las comunidades de hace miles de años ante la llegada del invierno. Siglos después, cuando la tecnología y la medicina nos protegen de los rigores del frío, aún nos damos cuenta de que es un momento de entender las adversidades pero también de contar nuestras bendiciones.

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