2.2.18

La palabra que sana y el cotilleo


Por Ramón Maceiras López
La tertuliocracia que impera en España ha hecho del cotilleo una profesión lucrativa. Las teles y las radios, en la mañana y en la tarde están llenas de maratónicos torneos de cotilleo donde tertulianos de todo tipo dicen todo clase de tonterías, las más de las veces inciertas o abiertamente falsas, teñidas de amarillismo o sensacionalismo. El mal se extiende por la sociedad. Lo importante es "expresarse", no importa que lo que digamos sea bueno, cierto o sirva para algo positivo. Los más viejos del lugar notan la diferencia con otros tiempos en los que el silencio era mucho más apreciado que la palabrería. También en otras culturas el silencio y la palabra precisa y oportuna son normativos.

Le escuchamos decir a Masaru Emoto que en Japón existe la creencia generalizada de que el alma mora en el espíritu, el cual está presente en la palabra. Una creencia semejante anida en la cultura cristiana: lo que hay en el corazón rebosa por la boca.

La tradición Zen lo expresa –como no- con una historia:

Un novicio preguntó a Zu Shou:
-Digamos que un individuo se ilumina pero no consigue expresarse con palabras, ¿con qué puede ser comparado?
-Con un mudo que prueba la miel.
-Digamos que un individuo todavía no ha alcanzado la Iluminación, sin embargo se expresa (al respecto) con palabras floreadas, ¿con qué puede ser comparado?
-Con un papagayo parlanchín.

 El maestro budista, Pai Chang (720-814), dejó escrito que

“todas las enseñanzas verbales sirven para curar enfermedades. Al haber diferentes clases de en­fermedades, también hay distintos remedios. De ahí que algunas veces se diga que Buda existe, y otras que no existe. Las palabras verdaderas son aquellas que curan la enfermedad; si el remedio consigue curar, las pala­bras son verdaderas. Si no consigue curar la enferme­dad, las palabras son falsas. Las palabras verdaderas son falsas si crean concep­tos. Las palabras falsas son verdaderas si disuelven la confusión de los seres sensibles. Puesto que la enfer­medad es irreal, sólo existe una medicina irreal para curarla”.

Nuestras palabras no revelan más que lo que anida en el fondo de nuestro ser. Aún cuando tratemos de disfrazar nuestro fondo esencial, como mínimo pareceremos el papagayo parlanchín que mencionaba el maestro Zu Shou.

Hoy vivimos en el mundo del hablar por hablar, de hablar para manipular, por presumir, por llenar el silencio, para engañar o confundir, etc. En el mundo de los habladores políticamente correctos siempre se puede saber –si percibimos con atención- lo que hay en el corazón del que habla. Tal vez sea por eso que los habladores políticamente correctos nos dejan insatisfechos, inquietos, molestos, etc, o simplemente nos dejan como estábamos. Normalmente no me producen ni frío ni calor.

Revisando el libro de Emoto, Los mensajes del agua, leo que las palabras o pensamientos que emitimos afectan al agua de una forma u otra. Se entiende entonces que las palabras o pensamientos que dejamos caer por ahí afecten de una manera u otra a los seres que nos rodean, quienes son agua en un setenta por ciento (70%).

El tema tiene envergadura e impone una cierta dosis de responsabilidad. Después de saber esto no parece de recibo mantener la ligera costumbre de sacar la lengua a pacer alegremente. En Oriente, se sabe desde hace milenios que a las palabras las carga el diablo.

Los maestros taoístas de Huainan dicen que «a los sabios no los controlan los nombres.» Así como un lago profundo es claro y limpio, así el sabio se hace claro después de escuchar las verdades. Las auténticas personas no tienen ataduras estén donde estén; los que están en paz no hablan por el deseo de placer. Se reconforte o se duela, el sabio no muestra júbilo ni depresión.

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