25.1.11

Que cambien los demás



Por Ramón Maceiras López
Anthony de Mello es un personaje extraordinario que va encontrando su lugar a medida que su obra se divulga y transcurre el tiempo. Nacido en India en 1931, y fallecido en Nueva York en 1987, se formó como sacerdote jesuita en su India natal.

De Mello prosiguió su formación personal interesándose por diversas tradiciones religiosas asiáticas y del Medio Oriente. Entendió enseguida que los cuentos y los pequeños relatos -nacidos en la profunda noche de los tiempos, como una forma de transmisión de enseñanzas-, seguían siendo tan útiles y necesarios hoy en día como lo habían sido siempre. Es por ello que muchos de los libros que escribió De Mello fueron una recopilación y adaptación de estas enseñanzas de origen sufí y zen, relatos del medio oriente, dichos y hechos que aparecen en las leyendas hindúes, y también de las mismas enseñanzas cristianas y judías.

El común denominador entre todos estos cuentos breves -generalmente de una sola página- es su cualidad paradójica. Con ello, De Mello pretendía ofrecer un revulsivo a las personas que sentían un interés por la espiritualidad. Y este es el efecto que producen sus narraciones: una confusión paradójica que apunta a un despertar.

De Mello fue acusado por su propios correligionarios de olvidar el aspecto formal de la religión cristiana para lanzarse a una exploración sin límites que diluía las enseñanzas de unas y otras religiones. Algunos cuentos apuntan a un lugar que va más allá de la doctrina: abren un espacio al misticismo, en el que encuentran su fuente diversas tradiciones espirituales. Sus libros han sido traducidos a más de 40 idiomas de todo el mundo, y muchas personas -cristianas o agnósticas-, han reconocido que Anthony de Mello tendió un puente espiritual entre oriente y occidente -un puente que tiene circulación en ambos sentidos.

Una de estas paradojas de De Mello se encuentra en su libro El canto del pájaro. Tiene que ver con el cambio personal, tema recurrente en este blog:.

El sufí Bayazid dice acerca de sí mismo: «De joven yo era un revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: 'Señor, dame fuerzas para cambiar el mundo'». «A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: 'Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos. Con eso me doy por satisfecho'».
«Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he empezado a comprender lo estúpido que he sido. Mi única oración es la siguiente: 'Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo'. Si yo hubiera orado de este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida».Todo el mundo piensa en cambiar a los demás o a la humanidad. Casi nadie piensa en cambiarse a sí mismo. La culpa siempre es de los demás...¿Y yo cómo soy?

En estos tiempos de crisis, se escucha la hipócrita frase de "hay que apretarse el cinturón"...Pero que se lo aprieten los otros. En general, hay una resistencia profunda a abandonar los excesos del pasado y los privilegios del presente...Y no son sólo los políticos, receptores momentáneos del desprecio colectivo.

8.1.11

La sociedad es tal como somos


"Vuestros internos conflictos tienen expresión en desastres externos. Vuestro problema es el problema del mundo y únicamente vos podéis solucionarlo, no otro; no podéis dejarlo a los otros. El político, el economista, el reformador, es, como vos, un oportunista, un astuto urdidor de planes: pero nuestro problema, este humano conflicto y miseria, esta existencia vacía que produce desastres tan angustiosos, requiere algo más que maquinaciones astutas, más que las superficiales reformas del político y el propagandista. Requiere un cambio radical de la mente humana y ninguno puede hacer que esta transformación se efectúe, salvo vos mismo. Porque lo que vos sois, eso es vuestro grupo, vuestra sociedad, vuestro líder. Sin vos el mundo no es; en vos está el principio y el fin de todas las cosas. Ningún grupo, ningún líder puede establecer el valor eterno, excepto vos mismo."

"Lo que sois psicológicamente, eso es vuestra sociedad, vuestro estado, vuestra religión; si sois concupiscentes, envidiosos, ignorantes, entonces vuestro ambiente será eso que vos sois. Nosotros creamos el mundo en que vivimos. Para que tenga lugar un cambio radical y pacífico, debe haber voluntaria e inteligente transformación interna; este cambio psicológico seguramente no ha de producirse a través de la coacción y si lo fuera, habría entonces tal conflicto interno y confusión, que de nuevo precipitaría a la sociedad al desastre. La regeneración interna debe ser voluntaria, inteligente, no obligada. Debemos buscar primero la Realidad y entonces solamente podrá haber paz y orden en torno nuestro."

Jiddu Krishnamurti

Krishnamurti decía esto hace más de sesenta años. Lo decía en un ciclo de conferencias que pronunció en Europa, Estados Unidos y la India, en los meses posteriores al fin de la II Guerra Mundial. Lo mismo que otros grandes maestros del pasado, señalaba Krishnamurti cómo ha de libertarse el hombre de todo aquello que limita su vida y la condiciona.

La vigencia de sus palabras es atronadora. Los signos de desintegración de toda nuestra época son ahora tan evidentes como lo fueron en el tiempo en que Krishnamurti pronunciaba estas palabras: por donde quiera en el mundo se producen guerras, violencias, luchas sociales, injusticias...El poderío y los falsos valores se han entronizado por doquier.

En medio de este caos, el hombre de buena voluntad intenta detener el arrollador avance de la bancarrota social y pone sus esperanzas en la fuerza de las instituciones tradicionales o nuevas, pero claramente se advierte que el intento de estas instituciones, ya sean religiosas o políticas, fracasa porque los individuos que forman esas mismas instituciones, llevan consigo a ellas sus limitaciones, los falsos valores y su confusión.

La clave de la transformación del mundo parece radicar, entonces, en la transformación del individuo: sus actitudes, sus íntimas intenciones, su conducta, su relación con el todo y lo particular.

En medio de esta vorágine de mala voluntad que es la vida moderna, es evidente el fracaso de las instituciones políticas y religiosas. La defensa, pues, de este institucionalismo, con sus viejas y estrechas formulas, no va a producir una auténtica reorientación individual, ni menos un mundo unido y de fraternal convivencia. Importa estimular un avivamiento individual, un interés vital por los valores eternos. Allí donde este interés vital esté ausente; allí donde los valores reales del espíritu fallan, es forzoso que se desintegre la civilización.

Después de la última gran matanza mundial (la II Guerra Mundial) se nos prometió un mundo de paz, se anunció que se reduciría la distancia entre ricos y pobres y que las instituciones internacionales que se creaban (la ONU, el FMI, el BM, etc) contribuirían a la justicia económica y social.Para el que lo quiera ver, es obvio que nada de esto se ha cumplido.

El orden mundial que padecemos no se puede sostener y cada vez hay menos gente dispuesta a soportarlo en los países del tercer mundo. La humanidad ha crecido en sólo 100 años de 1500 a más de 6000 millones de habitantes. La pobreza crece, viejas y nuevas enfermedades amenazan con aniquilar naciones enteras; la tierra se erosiona y pierde fertilidad; el clima cambia, el aire el agua potable y los mares están cada vez más contaminados.

Al mismo tiempo, se gasta un millón de millones de dólares anualmente en armas cada vez más sofisticadas y letales y una cifra similar se emplea en publicidad comercial, sembrando ansias consumistas, imposibles de satisfacer, en miles de millones de personas.Nuestra especie por primera vez corre real peligro de extinguirse por las locuras de los propios seres humanos, víctimas de semejante "civilización".

La clave para evitar la catástrofe estriba en una profunda transformación de los individuos: sus actitudes, sus intenciones, su conducta, sus valores y creencias, su relación con el todo y lo particular.